
En el corazón de Castilla y León, donde la tierra se tiñe de tonos ocre y terracota y el tiempo transcurre lentamente, como las aguas del río Duero, se oculta una ciudad que, injustamente, pasa desapercibida para el turismo masivo. Se trata de Almazán, situada a poco más de treinta kilómetros de la capital provincial, Soria. No presume de sus virtudes, sino que susurra historias a quienes están dispuestos a escucharlas. Aquí el pasado no se ha quedado petrificado en la piedra, sino que sigue vivo en las curvas de sus calles, en las sombras de las arcadas y en el recuerdo de un gran dramaturgo que encontró aquí su último refugio.
El corazón de piedra a orillas del Duero
El latido de la ciudad se siente en su plaza principal, la Plaza Mayor. No es solo un espacio abierto, sino un auténtico escenario arquitectónico donde dos edificios monumentales son los protagonistas. A un lado se alza el palacio de los Hurtado de Mendoza, cuyos sobrios y majestuosos muros renacentistas conservan la grandeza de otra época, mientras que su elegante galería de estilo gótico isabelino le aporta ligereza y refinamiento. Frente a él se encuentra la iglesia de San Miguel, un austero templo románico del siglo XII. Exteriormente parece una fortaleza inexpugnable de la fe, pero en su interior guarda una auténtica maravilla de la ingeniería y el arte. Su cúpula, realizada siguiendo la tradición mudéjar, es una compleja estructura nervada que, al cruzarse, dibuja en la cima una estrella de ocho puntas: un símbolo que une la cultura cristiana con la musulmana. Este diálogo entre palacio e iglesia, entre el poder civil y el religioso, crea una atmósfera única en la plaza, que invita a contemplarla durante horas.
Todo el casco histórico está rodeado por murallas construidas entre los siglos XII y XIII. Pasear por ellas es un viaje al pasado, a la época en que Almazán era un importante bastión fronterizo. Desde lo alto se disfrutan vistas impresionantes del meandro del Duero y de las infinitas llanuras de Castilla. Para acceder al interior, hay que pasar por una de las tres puertas conservadas: la de los Herreros, la de la Villa o la del Mercado. Cada una tiene su propia personalidad. La línea defensiva sólo se ve interrumpida por el bastión cilíndrico conocido como Rollo de las Monjas. La recientemente restaurada Puerta de San Miguel se ha transformado en un mirador, un balcón moderno abierto hacia la eternidad.
Tras las huellas del gran dramaturgo
La vida espiritual de la ciudad no se concentra únicamente en la iglesia de San Miguel. Muy cerca de allí se encuentra la singular capilla de Jesús Nazareno, construida en el lugar de la antigua parroquia de Santiago. Su planta octogonal y su sobrio portal neoclásico la distinguen entre los edificios circundantes. Al alzar la vista hacia la colina, se divisa la iglesia de Nuestra Señora del Campanario, que todavía conserva sus tres ábsides románicos originales. Sin embargo, el lugar más emblemático para la cultura española en Almazán es el sencillo monasterio de Nuestra Señora de la Merced. Aquí reposan los restos de Gabriel Téllez, conocido mundialmente bajo el seudónimo de Tirso de Molina. Uno de los grandes del Siglo de Oro español y creador del mito de Don Juan, culminó su vida terrenal entre estos muros. Visitar este sitio es sentir la conexión con toda una época de la literatura universal.
El alma viva de la Castilla profunda
Para desconectar de las impresiones históricas, basta con cruzar el río y adentrarse en el parque La Arboleda. En sus más de catorce hectáreas se extiende un auténtico oasis de tranquilidad y frescura. Pasear entre álamos sobre modernas pasarelas de madera permite descubrir nuevas y sorprendentes perspectivas de la ciudad antigua, reflejada en el agua. Este conjunto arquitectónico, abrazado por antiguas murallas, ofrece el lugar perfecto para la reflexión o un pícnic relajado. Pero la calma es engañosa. Dos veces al año, Almazán se llena de emoción y color. En mayo se celebra la fiesta de San Pascual Bailón, declarada de Interés Turístico Regional. Las calles se llenan de bailarines que interpretan danzas del siglo XVIII y todo gira en torno a la figura central: el Sarrón, un personaje con un curioso atuendo de simbología pastoril que transforma la ciudad en un verdadero carnaval. Y en septiembre llega el momento de emociones más profundas. Durante la fiesta del Descendimiento de Jesús Nazareno, la estatua del santo se baja solemnemente desde la iglesia de Campanario hasta su capilla. La procesión atraviesa la plaza mayor entre estruendos de petardos y una lluvia de flores, en una escena capaz de conmover hasta lo más hondo.
Entre paseo y paseo, y durante las festividades, es imprescindible descubrir la tradición gastronómica local. Los dulces “yemas” y “paciencias” serán un recuerdo dulce del viaje. Después, puedes regresar a la Plaza Mayor, sentarte en una de sus cafeterías y simplemente observar cómo el sol acaricia las antiguas piedras, mientras continúa el eterno diálogo entre el palacio, la iglesia y las murallas.






