
La roca que se convirtió en hogar de la fortaleza
Entre los paisajes agrestes de Castilla, donde las peñas de granito atraviesan el cielo y los valles guardan un silencio centenario, se alza una estructura sorprendente. No está simplemente construida sobre la cima de una colina, sino que parece brotar de la propia roca, fusionándose con ella en una sola entidad. A más de 1300 metros sobre el nivel del mar, este bastión domina el valle de Amblés. Sus líneas severas, casi salvajes, se divisan desde lejos y atraen la atención de todo aquel que recorre estas tierras. En los días claros, desde sus muros pueden distinguirse incluso los perfiles de las famosas murallas situadas a varios kilómetros de distancia. No es solo una construcción defensiva; es un monumento a la voluntad humana, inscrito en un paisaje eterno. Su emplazamiento no fue elegido al azar: es un punto estratégico ideal para controlar los alrededores y exhibir el poder.
Testigos de piedra de luchas feudales
La construcción de esta ciudadela coincidió con un turbulento período de la Baja Edad Media que envolvió la península ibérica durante los siglos XIV y XV. En aquel entonces, poderosos clanes feudales luchaban continuamente por el poder y la influencia. Una de estas familias influyentes era la casa Dávila, señores de Villafranca y Las Navas, cuyo nombre era sinónimo de poder en la región. Fueron ellos quienes impulsaron la edificación de esta fortaleza gótica, considerada uno de los mejores ejemplos de las llamadas ciudadelas ‘rocosas’. Su arquitectura se adapta completamente al relieve. La forma irregular del plano, los muros imponentes y las estrechas troneras, ya destinadas al uso de la artillería temprana, reflejan su claro carácter militar. Cada detalle de este bastión narra una época inquieta, en la que la seguridad y el estatus se medían por el grosor de los muros y la altura de las torres.
“¡La veré, aunque no les guste!”
Sin embargo, las duras piedras de este lugar conservan no solo la crónica de batallas e intrigas políticas. La leyenda más famosa asociada a él narra una gran historia romántica. El joven caballero Álvar Davila se enamoró apasionadamente de doña Guiomar, hija de su poderoso vecino, Diego de Zúñiga. El padre de la joven se opuso rotundamente a su unión y les prohibió verse. Pero Álvar no se rindió. Impulsado por la desesperación y la determinación, exclamó la frase que dio nombre a este lugar: «¡La veré, cueste lo que cueste!». Y cumplió su promesa. Justo frente al palacio de la familia Zúñiga, en lo alto de un acantilado de granito, erigió su propio refugio. Desde allí podía ver las ventanas de su amada, y, según la leyenda, se comunicaban con señales, manteniendo viva su pasión a la distancia. Así, una fortaleza militar se transformó en símbolo de perseverancia y devoción, desafiando la tiranía paterna.
Un legado que perdura a través de los siglos
Tras el fin de las guerras feudales y el aplacamiento de las pasiones románticas, la fortaleza inició una nueva etapa. Vivió numerosos litigios judiciales, cambios de propietarios e incluso fue objeto de ventas colectivas por parte de los habitantes locales. Su función defensiva quedó obsoleta, pero su relevancia cultural y simbólica no hizo más que aumentar. En 1931, el gobierno reconoció su extraordinario valor, otorgándole la categoría de Monumento Nacional. Actualmente, parte de los espacios interiores ha sido cuidadosamente restaurada y se utiliza como residencia privada para retiros en total privacidad. Sin embargo, para todos los que visitan el municipio de Mironcillo, esta imponente construcción sigue siendo el principal referente, testigo silente de épocas pasadas y guardián de una de las historias más hermosas sobre sentimientos humanos nacidos en tierras castellanas.






