
Cuando las primeras lluvias de otoño barren la costa valenciana, en el interior del continente ocurre un milagro silencioso. Los cauces secos se llenan del murmullo del agua y el aire, recientemente abrasador, se vuelve fresco y agradable. Es en esta época del año cuando algunos pueblos, ocultos entre las rocas, dejan atrás la somnolencia veraniega y se muestran en su versión más auténtica. Uno de esos lugares es Sella, un municipio situado al sur de la imponente Sierra de Aitana.
Aquí, lejos del bullicio de los centros turísticos, caminar deja de ser solo una actividad física para convertirse en un diálogo con el paisaje y su historia milenaria. La principal ruta local, conocida como el “Camino del Agua”, es un sendero circular que parte directamente de los barrios residenciales. El trayecto serpentea junto a antiguos canales de riego, legado de los moriscos, y lleva al caminante por manantiales como el Font del Pi y la Font de l’Alcàntara. El camino atraviesa pequeñas represas y pozas naturales de agua cristalina, conocidas en la zona como “tolls”. En otoño, el contraste entre el verde intenso, la piedra gris y el brillo del agua alcanza su máximo esplendor.
Para quienes disfrutan de actividades al aire libre, Sella ofrece mucho más que solo paseos pintorescos. Con la llegada de temperaturas templadas, las rutas de senderismo por los barrancos de Arc o Xerquer-Castelets se vuelven especialmente agradables. Además, esta zona es reconocida internacionalmente entre los escaladores por sus imponentes paredes de piedra caliza. Para un ocio más tranquilo, hay una zona recreativa en Font Major, ideal para hacer un picnic bajo la sombra de los árboles o simplemente descansar tras una larga caminata. Y al caer la noche, lejos de la contaminación lumínica de las grandes ciudades, el cielo se convierte en una cúpula de terciopelo salpicada de miles de estrellas brillantes.
Pero la temporada baja aquí no es solo naturaleza. En octubre, el pueblo cobra vida gracias a las fiestas en honor a los santos patronos. Las calles se llenan de música, con desfiles tradicionales al amanecer y otros eventos que permiten sumergirse en la cultura local. Es una excelente oportunidad para explorar el patrimonio arquitectónico: desde el antiguo lavadero público y el viejo puente Pont Vell, hasta la ermita y la fortaleza de Santa Bárbara, desde donde se abre una impresionante panorámica de los alrededores. El propio pueblo, con sus callejuelas estrechas y su bien conservada arquitectura, invita a pasear y contemplar con calma en cualquier época del año.
Un viaje no estaría completo sin descubrir la gastronomía local. Aquí, la cocina es tan robusta y reconfortante como el propio paisaje: platos abundantes, nutritivos y perfectos para el clima. Merece la pena probar especialidades como «arros amb fesols i penques» (arroz con alubias y tallos de cardo), «borra de melva» o «fasedures». La cocina local es profundamente mediterránea en esencia, pero conserva el alma de la montaña. Entre rocas, agua y piedra, este pequeño enclave ofrece una experiencia totalmente distinta, alejada de los clichés turísticos habituales.





