
En el mapa de España existen rincones que parecen ajenos al paso del tiempo. Pequeñas localidades casi invisibles para el mundo, donde el espíritu de la vida rural auténtica se conserva tal y como era. Uno de esos lugares, donde las elecciones duran medio minuto y la población oficial puede contarse con los dedos de una mano, es Villarroya. A pesar de su diminuto tamaño, este enclave en la comunidad autónoma de La Rioja guarda un sorprendente patrimonio histórico y cultural.
Sus calles, cuidadosamente mantenidas, contrastan con las ruinas de antiguas viviendas: testigos silenciosos del éxodo masivo que se produjo hace décadas. Un momento clave que evitó la desaparición definitiva del lugar fue el hallazgo de una fuente de agua en los años 70 del siglo pasado. Desde entonces, quienes permanecieron aquí han defendido con determinación su tierra natal. La historia de Villarroya se remonta a la Baja Edad Media, cuando pastores del cercano Arnedo construyeron aquí las primeras casas. Durante siglos, el pueblo prosperó gracias a la minería y la agricultura. Sin embargo, el cierre de las minas y la falta de oportunidades provocaron una emigración que estuvo a punto de borrarlo del mapa.
Pasear hoy por Villarroya es un viaje al pasado. Algunos edificios han sido restaurados y se mantienen en perfecto estado, mientras que otros permanecen como monumentos a tiempos en los que aquí bullía la vida y residían decenas de familias. Sus escasos habitantes continúan con orgullo manteniendo viva la llama de este lugar.
El punto de inflexión fue la creación en 1985 de la «Asociación de Amigos de Villarroya». Esta organización, que reúne a más de trescientos miembros —en su mayoría descendientes de antiguos habitantes dispersos por todo el país— se convirtió en un verdadero salvavidas para la localidad. Son ellos quienes organizan las labores de mejora, celebran encuentros culturales y mantienen vivas las tradiciones locales. Gracias a su empeño, las calles permanecen impecables y los edificios históricos se conservan en excelente estado. Incluso durante las elecciones generales, el lugar llama la atención de los medios: el colegio electoral cierra en menos de un minuto, en cuanto votan todos los inscritos. Este curioso hecho simboliza mejor que nada la singularidad de Villarroya.
Pese a su reducido tamaño, el pueblo puede sorprender al viajero con varios elementos históricos. La principal atracción es la iglesia de San Pedro, un edificio románico del siglo XV que se ha convertido en el símbolo de la localidad. Su sencilla mampostería refleja la sobriedad y autenticidad del estilo riojano. También destacan el antiguo horno comunal, donde antaño se cocía pan para todos, y la lavandería, ejemplo de la vida colectiva de otros tiempos. Las minas abandonadas evocan el pasado industrial, mientras que las tradicionales neveras y la prensa de uva atestiguan la importancia de la viticultura en la región.
A tan solo seis kilómetros se encuentra el pueblo abandonado de Turruncún, otro triste testimonio del problema demográfico de la «España vacía». Los amantes de la naturaleza pueden disfrutar de un paseo por el robledal Carrascal de Villarroya, donde crece un roble centenario y se conservan los tradicionales corrales para el ganado, que demuestran el vínculo inseparable del ser humano con su entorno. Para el viajero curioso, es una parada obligatoria en el camino para descubrir la Rioja desconocida. En unas pocas calles se concentra un patrimonio digno de ser preservado. Y aunque solo unas pocas personas viven aquí todo el año, en Villarroya aún late con fuerza el corazón de un pueblo entero que se niega a desaparecer.






