
En el corazón de Cantabria, lejos del bullicio de las grandes ciudades, se esconde un pueblo donde la historia prevalece sobre la modernidad. No hay ruido de coches y el aire está impregnado del olor a hortensias y tierra húmeda junto al río. El viajero es recibido por calles empedradas, antiguas casonas de piedra y una serenidad solo interrumpida por el murmullo del arroyo Pulero. Aquí, cada paso es una meditación y cada giro revela un paisaje digno de un artista. No es de extrañar que este rincón haya sido apodado discretamente como “la ciudad de las letras” y “la ciudad de las flores”, pues ha inspirado a numerosos creadores.
Antiguamente, esta zona era conocida como Malacoria. Desde aquí partieron en la Alta Edad Media los fuertemontañeses para repoblar las tierras de Castilla. Pero su verdadera fama llegó gracias a la escritora Concha Espina, quien lo inmortalizó en su novela «La niña de Luzmela». No solo vivió aquí, sino que convirtió todo el pueblo en escenario de su obra; desde entonces, su espíritu literario sigue presente en cada rincón. Caminando por estas calles es fácil imaginar cómo nacían las líneas de sus relatos.
Herencia literaria y arquitectura aristocrática
El paisaje arquitectónico del pueblo es una elegía congelada en el tiempo hacia un pasado noble. En la parte alta se alza la iglesia de San Martín, del siglo XVII, adornada con un fresco de la artista María Masarrasa. Muy cerca se encuentra la Casa-Palacio Gutiérrez de Mier, un magnífico ejemplo del barroco del siglo XVIII, fundada por un escudero del emperador Carlos V. Llaman la atención los blasones familiares en las fachadas, los robustos muros de piedra y los elegantes balcones de madera llamados solanas, cubiertos de flores. Estos detalles crean una atmósfera inigualable de autenticidad y calidez.
Una de las principales joyas es el Palacio de las Magnolias. Esta residencia del siglo XIX fue testigo de las visitas de los reyes Alfonso XII e Isabel II, así como de numerosos personajes del arte. La propia Concha Espina vivió aquí durante un tiempo junto a su yerno, el famoso guitarrista Regino Sáinz de la Maza. Los jardines del palacio, diseñados con especies exóticas, aún guardan ecos de tertulias y veladas creativas que se celebraban bajo la sombra de las magnolias centenarias.
Sinfonía floral y descubrimientos gastronómicos
Este lugar hace honor a su apodo de «ciudad de las flores» en todos los sentidos. Gracias a los viveros centenarios que todavía siguen en funcionamiento, sus calles y plazas están llenas de color durante todo el año. En la plaza principal se alza una escultura dedicada a la figura femenina, como tributo a la identidad local. Para quienes buscan conectar con la naturaleza, en las afueras se encuentra el parque «El Bosque». Un paseo junto al río Saja, entre alisos, juncos y helechos, transporta a los románticos paisajes del siglo XIX.
Además de sus atractivos visuales y culturales, este destino invita a disfrutar de la mejor gastronomía. Los restaurantes locales presumen de su cocina tradicional: imprescindible probar el contundente cocido montañés, platos de tierna carne de vacuno criada en los valles del río Saja y postres caseros con miel local y nueces. Es el broche de oro para quienes buscan una escapada otoñal relajada, que reúna historia, naturaleza y excelente comida.
Cómo llegar a este rincón perdido en el tiempo
Llegar a este lugar idílico es sencillo. Se encuentra a solo media hora de Santander por la autopista A-67, a una hora y media de Bilbao y a unas cuatro horas de Madrid por la carretera A-1. El propio trayecto, serpenteando entre colinas verdes, prados y ríos, ya forma parte de una aventura inolvidable. Una vez allí, solo queda dejarse llevar por su ritmo pausado y perderse entre muros de piedra y arcos de flores, descubriendo esa alma de Cantabria que hace más de un siglo inmortalizó Concha Espina en sus libros. Como recordaba Josefina Aldecoa en sus memorias, este es un lugar donde el río reposa a tus pies y las montañas quedan a tu espalda, donde reinan la calma y la serenidad, y donde el tiempo parece haberse detenido para siempre.






