
Existen motivos de peso por los que la infanta Cristina y su hijo mayor, Juan Valentín, prefieren seguir fuera de España también en 2025. El recuerdo del caso Nóos, el proceso de corrupción que llevó a su esposo Iñaki Urdangarin a prisión, sigue demasiado presente. Fue un episodio traumático para toda la familia, que se vio obligada a buscar refugio primero en Estados Unidos durante la investigación y más tarde en Suiza, cuando comenzó el juicio, para que sus cuatro hijos pudieran vivir en relativa tranquilidad. Todas las vivencias personales y las secuelas de aquel escándalo probablemente nunca saldrán a la luz pública, a menos que el propio Urdangarin decida algún día escribir unas memorias, cuyo valor aumenta con el tiempo. Sin embargo, las consecuencias públicas fueron devastadoras: la infanta Cristina y su esposo perdieron los títulos de duques de Palma, ella fue públicamente humillada tras la filtración de su correspondencia privada y ambos quedaron aislados del núcleo de la familia real por el famoso ‘cordón sanitario’.
Uno de los momentos más difíciles de aquel escándalo fue la imputación de la propia infanta Cristina por dos delitos fiscales y blanqueo de capitales. En 2015 se sentó en el banquillo, convirtiéndose en el primer miembro de la familia real española en vivir una situación así. El proceso se recuerda por las casi mil preguntas del juez Castro y por más de quinientas respuestas similares: “No lo sé”, “Lo desconozco”, “No lo recuerdo”. Finalmente, fue absuelta.
Han pasado dos décadas desde el inicio del caso Nóos, pero el eco de este acontecimiento crucial para la monarquía aún no se apaga. Es más, el vigésimo aniversario ha sido el motivo para la publicación de un libro en el que el juez José Castro, quien lideró la investigación, reunió sus conversaciones con el fiscal del caso, Pedro Horrach. En este contexto, el magistrado ha vuelto a analizar sus propias acciones y compartir sus conclusiones sobre lo vivido. No es la primera vez que José Castro intenta hacer público lo que fue objeto del proceso judicial hace veinte años. Ya en 2017, sus conversaciones con la periodista Pilar Urbano dieron lugar al libro «La pieza 25», donde expuso directamente su profunda convicción sobre el papel de Cristina de Borbón en las tramas de corrupción de su esposo. Entonces ya creía, y así se lo expresó al fiscal, que la infanta no solo estaba al tanto de todas las maniobras, sino que era su “cerebro en la sombra”: una figura muy discreta y poco visible.
Ocho años después de aquellas declaraciones resonantes, la postura del juez Castro no ha cambiado ni un ápice. Al promocionar su nuevo libro, volvió a detallar su visión sobre aquella red de corrupción, centrando nuevamente sus críticas en la infanta Cristina y su padre, el rey emérito Juan Carlos. Su hipótesis es simple: quien finalmente terminó en prisión fue más un instrumento que el cerebro de la operación. Es evidente que los verdaderos organizadores del esquema nunca llegaron a pisar la cárcel. El juez está convencido de que Iñaki solo fue convertido en el chivo expiatorio. Expresó que, en su opinión, la infanta y su padre fueron los arquitectos de todos los hechos investigados, mientras que al pobre Iñaki le tocó el papel de “perdedor” que pagaría por todos. El magistrado lamentó que fuese imposible llegar hasta el rey, pero subrayó que citar a declarar a la infanta era imprescindible, ya que era una cómplice absolutamente necesaria en todos los delitos cometidos por su marido. En esto, está completamente convencido.
Teniendo en cuenta declaraciones como las de la jueza, se entiende por qué la infanta Cristina aún no ve posible regresar a vivir a España. Y también por qué la familia real, aunque con distintos grados de insistencia, sigue manteniendo ese llamado «cordón sanitario». Harán falta más de veinte años para que un episodio así comience a ser olvidado. Además de las consecuencias institucionales, que entre otras cosas aceleraron la abdicación de los reyes eméritos, el caso causó un profundo daño a los cuatro hijos de la pareja: Juan Valentín, Pablo, Miguel e Irene. Quizá algún día sean ellos quienes cuenten realmente qué les tocó vivir.






