
Imagina que estás en una reunión con amigos y, de repente, tienes la sensación de que algo no va bien. Puede ser un gesto extraño, una broma que no cae bien o simplemente la impresión de que ya no encajas en la conversación. El cuerpo se tensa, sientes un nudo en el estómago y aparece la incomodidad. Aunque no todo el mundo lo percibe, este fenómeno es mucho más común de lo que se suele pensar.
La psicóloga y doctora en neurobiología Ana Asensio afirma que esta experiencia no es algo extraño ni un fallo personal. La incomodidad social surge porque nuestro cerebro, desde un punto de vista evolutivo, está programado para buscar conexión y pertenencia al grupo. Estructuras como la amígdala y la corteza prefrontal analizan continuamente el entorno en busca de seguridad.
En otras palabras, el cerebro actúa como un escáner emocional. Evalúa sin parar las señales externas: el tono de voz, las miradas, la coherencia entre las palabras y las acciones. Cuando se percibe algo como ilógico o fuera de lugar, el cerebro reacciona. Según la psicóloga, al detectar una incoherencia se activa el sistema de alerta, lo que provoca tensión física y emocional. Este mecanismo no debe verse como una debilidad, sino como una estrategia de supervivencia. La neurobiología confirma que es una función adaptativa que nos ayuda a distinguir las relaciones seguras y positivas de aquellas que pueden ser desgastantes o incluso peligrosas.
En la práctica, el malestar social puede manifestarse en diversas situaciones: desde comentarios irónicos que resultan ofensivos, hasta la sensación de que tu opinión es ignorada en un grupo. Ana Asensio señala que, a nivel emocional, el cerebro percibe una amenaza social del mismo modo que el dolor físico. Los estudios muestran que la corteza cingulada anterior, relacionada con la percepción del dolor, se activa también cuando nos sentimos excluidos o incómodos con alguien. Por eso, incluso en ausencia de un peligro real, la fisiología reacciona como si existiera. Los síntomas pueden variar de leves a graves: un nudo en el estómago, palpitaciones o incluso rigidez muscular. El cuerpo libera sustancias químicas asociadas con el estrés y la protección.
La causa de este malestar no siempre radica únicamente en el momento presente. A menudo, toca heridas antiguas, como recuerdos subconscientes de experiencias pasadas de rechazo. Esto explica por qué una situación que parece insignificante puede provocar una reacción emocional desproporcionadamente fuerte: el presente se superpone a lo que recuerda nuestro cuerpo, aunque no seamos conscientes de ello.
Aunque sentir incomodidad de forma ocasional es normal, existen herramientas para gestionarla si se convierte en un problema frecuente. Si esta sensación interfiere con tus relaciones sociales o te genera ansiedad significativa, lo más recomendable es acudir a un especialista en salud mental. Sin embargo, Ana Asensio también propone cuatro consejos prácticos para aquellos casos en los que la situación puede manejarse de forma autónoma.
En primer lugar, es importante aprender a regular las respuestas fisiológicas. Se aconseja empezar por el cuerpo, practicando técnicas como la respiración profunda, que activa el nervio vago y ayuda al sistema nervioso a pasar del estado de ansiedad al de calma. En segundo lugar, es necesario trabajar la autoestima, recordando que sentir incomodidad no significa que haya algo mal contigo, sino simplemente que ese entorno no es adecuado para ti. En tercer lugar, conviene revisar la calidad de los vínculos sociales y elegir con mayor libertad con quién compartimos nuestro tiempo. El cerebro necesita un grupo, pero no cualquiera, sino uno que brinde seguridad. Por último, es útil desarrollar flexibilidad cognitiva, es decir, una mirada más adaptable ante lo que sucede. Por ejemplo, se puede cambiar el enfoque de pensar que eres juzgado a observar tus propias emociones. Esto reduce los pensamientos obsesivos y permite actuar con mayor tranquilidad.
La incomodidad social no es un enemigo, sino una brújula interna que indica en qué relaciones conviene permanecer y de cuáles, quizá, es mejor alejarse. Según concluye el especialista, es una especie de mapa que ayuda a entender qué vínculos nos nutren y cuáles no. Saber escuchar esta señal y gestionarla es clave para mantener el bienestar emocional y social.





