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Tren Amarillo: un viaje por las pintorescas gargantas y cumbres de los Pirineos franco-catalanes

Misterios y leyendas de la Ruta del Tren Amarillo: ¿qué esconden las montañas?

Desde 1910, el Tren Amarillo conecta los valles franceses y catalanes de los Pirineos, atravesando paisajes naturales únicos, fortalezas históricas y enigmáticas gargantas. Esta ruta atrae no solo a los entusiastas del ferrocarril, sino también a excursionistas que desean descubrir la rica flora, fauna y las leyendas locales.

El tren amarillo (Train Jaune), convertido en un símbolo de la región, recorre desde hace más de un siglo los estrechos valles de los Pirineos Orientales, uniendo Villefranche-de-Conflent y La Tour-de-Carol. El trayecto tiene una longitud de 63 kilómetros y atraviesa algunos de los paisajes más pintorescos de la frontera franco-catalana.

Una de las paradas clave en el recorrido es la ciudad fortificada de Mont-Louis, situada a 1.600 metros de altitud. Este municipio es considerado uno de los más altos de Europa y está incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Tras Mont-Louis, el tren se interna en las montañas, llegando al pequeño pueblo de Thuès-Entre-Valls, que se encuentra al pie del macizo del Canigó. Aquí, en la frontera natural entre España y Francia, se esconde el desfiladero de la Carança, un lugar donde la naturaleza y la historia se entrelazan de manera especialmente íntima.

El sendero por el desfiladero de la Carança conduce a un refugio de montaña situado a 1.800 metros de altitud. Esta ruta fue creada en 1943 para transportar materiales y trabajadores durante la construcción del túnel que desvía el agua del río Carança hacia la central hidroeléctrica de Thuès. Hoy, este camino es recorrido por excursionistas en busca de emociones y de poner a prueba sus límites en altura. En invierno la ruta se vuelve peligrosa por el hielo, pero en verano, cuando la nieve desaparece, aquí se despliega un rico mundo de flora y fauna.

El inicio de la ruta está señalado por una cascada de veinte metros, que aparece después de intensas lluvias de verano. Los primeros tramos del sendero discurren junto a paredes rocosas que se elevan sobre el río, y luego el camino se divide en dos direcciones. Una de las opciones asciende por una empinada cuesta, ofreciendo vistas panorámicas del desfiladero, tras lo cual el sendero desciende de nuevo hasta el río. Allí esperan a los viajeros puentes colgantes y pasarelas metálicas, que permiten cruzar rápidas corrientes y estrechos corredores de roca.

El bosque en este tramo parece inmutable en cualquier época del año. Los caminos de piedras secas dan paso a zonas húmedas cubiertas de musgo, y la densa vegetación cubre el suelo con una alfombra amarilla de hojas caídas. Tras el primer puente, que requiere precaución debido a su estado deteriorado, el sendero se pierde entre las rocas, donde es posible ver marmotas y pequeñas serpientes cazando presas diminutas. A 200 metros, el cauce del río se estrecha tanto que hay que atravesarlo alternando entre pasarelas metálicas y puentes colgantes. Superando estos obstáculos, los excursionistas llegan al tramo final de tres horas que conduce al refugio de Carança.

En el refugio, situado a 1.840 metros de altitud, se puede pasar la noche y degustar platos tradicionales, incluido el pastel del pastor. Al amanecer, la ruta continúa cinco kilómetros más hasta el lago de montaña Estany de Carança, ubicado a 2.264 metros. El lago está rodeado por los picos Pic de l’Infern (2.870 m), Pic de la Fossa del Gegant (2.807 m) y Bastiments (2.881 m). Según leyendas locales, el lago posee propiedades místicas: se dice que en sus profundidades habitan brujas convertidas en enormes peces, y que arrojar una piedra al agua puede provocar una tormenta gélida. Estas historias dieron nombre al cercano valle de Coma de l’Infern, considerado dominio del diablo.

Al dejar atrás los valles húmedos y arroyos, los viajeros ascienden a zonas donde el paisaje se vuelve áspero y ventoso. En medio de estas laderas desoladas, el escritor francés Émile Pouvillon describió en su libro «Terre d’Oc» el final del valle como un lugar donde desaparece toda forma de vida y las montañas recuerdan un esqueleto en ruinas, desgastado por las fuerzas de la naturaleza.

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